martes, 10 de abril de 2007

45 Stones

Keith Richards cumple maravillosamente con su papel. Y ha vuelto a armarla: alardeó de esnifar las cenizas de su padre -convenientemente mezcladas con cocaína- y la revelación rebotó por todo el planeta. El escándalo ha sido general, excepto en el Amazonas. Allí, los indios yanomami todavía hacen uso sacramental de los restos calcinados de sus parientes, aunque ellos prefieran ingerirlos en un caldo. La coartada antropológica no le vale a la Disney, que se ha apresurado a eximir a Richards de las labores promocionales de la próxima entrega de Piratas del Caribe, donde encarna al padre de Jack Sparrow. Deberíamos dar las gracias a Keith: en una semana árida en noticias, ha proporcionado inspiración a los opinólogos, que se han cebado en su acto de amor filial. Los comentarios han sido feroces: niños terribles del columnismo y novelistas con vocación de meapilas coinciden en vapulear a un músico provocador. Aun sabiendo lo barato que resulta ensañarse con alguien que nunca leerá esos insultos, asombra el odio visceral que rezuman esas líneas. Un odio que les permite saltarse los límites de lo humanamente correcto. Los Rolling Stones, nos informan, son feos, ancianos, patéticos.
¿Son patéticos los Stones? Cuando salen de gira, baten récords de asistentes y recaudación. Incluso entre sus colegas más jóvenes, despiertan pasmo y envidia. Si los han visto actuar recientemente, ya saben que no merecen chistes fáciles sobre geriátricos: cualquiera firmaría por tener, con 63 años, la flexibilidad y la energía de un Mick Jagger. Obviamente, ya no son esenciales para la evolución de la música popular pero sí demuestran pundonor: suelen salir de gira con un nuevo disco bajo el brazo y un show efectivo. Hay otros flancos por los que se puede atacar a los Stones. Por ejemplo, su desdén imperial por los paganos: fue miserable la forma en que anularon sus conciertos de 2006 en España. Son las consecuencias de vivir en una burbuja.
Diego A. Manrique

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